Noche con Los Espíritus: La banda argentina que te dirán «tienes que ver».

Fotografías: María José Sánchez

No cabe duda. Los Espíritus es un grupo tabernoso, cantinero y tugurial. Para gatos negros y perros viejos. D’esos que escupen verdades al público y fungen como profetas de un misticismo extraño. Advirtiendo, con su blues y rock psicodélico, que el dinero, la sangre y el humo hacen girar la rueda del mundo. D’esos que llenan, casi a medianoche, recintos como el Pasagüero, de un olor combinado a cerveza, cigarro y mota. D’esos que convocan a jóvenes poetas callejeros en lugares alternativos a Regina, San Jerónimo y Madero.

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People of Pasagüero

Poetas maniacos (o locos) como los integrantes de la banda telonera Apolo que, completamente desquiciados, toman por asalto el escenario con un directo enérgico y sudoroso para inaugurar la noche. Los de Apolo, son chicos delirantes. Rock & roll crudo y orgánico que satura el espacio a guitarrazos y baquetazos -aturdiendo o encendiendo-, sin dejar a nadie indiferente.

Apolo
Apolo
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Apolo

Entonces, salen Los Espíritus. Esa banda argentina que, en Reactor, dijeron “tienes que ver”. Abren con “Huracanes”, “Jugo” y “Perdida en el fuego”, rolas de su más reciente producción titulada Agua Ardiente (2017), a manera de paradoja evocativa de la ronca voz de Maxi Prieto, y cuya portada se proyecta al fondo del escenario, insinuando ese elixir agavero que, mientras tanto, alguien del público ofrece (en una botella de agua) a Moraes (acústica y voces).

Cabe decir que Los Espíritus están llenos de sustancia, de una visión profunda (y profética) de las cosas. Visión que se manifiesta en canciones como “La Mina de Huesos” –el hombre vio un cementerio donde el perro vio una mina de huesos–  o “La Rueda”, cuya afirmación de que “pudrimos los mares, pudrimos los ríos, pudrimos el agua que beben los niños” es coreada con cierta vehemencia por un público ávido de esa bella destrucción, capaz de generar un despertar de conciencia.

Los Espíritus
Los Espíritus

La agrupación porteña, ya no tan emergente, también cuenta con cierta dosis de psicodelia psicotrópica, presente en rolas como “Jesús Rima con Cruz” o “Vamos a la Luna”, perfectas para ese momento en que hay que dejarse arrastrar por la trasteo (impecable) de la guitarra de Mactas y por los bajos densos y atascados de Batmalle. Para un momento pacheco, pues.

“Lo echaron del bar”, (una canción que a nadie le gusta realmente, pero con la que todos se agitan), es el esbozo de una pelea entre dos sujetos exaltados que piden a gritos y a encontronazos que los echen del lugar.  No han aprendido, todavía, que “el amor puede llegar si los corazones se encuentran en paz”, como cantaría la abuela Margarita Rojas Juárez a mitad de “Vamos a la Luna”, y que el público, desenfrenadamente, repite cuando la música se detiene.

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En “La Crecida”, un pobre desamparado, completamente alcoholizado (o en trance espiritual, como prefieran) se tambalea sin llegar a caer.

Como si se tratara de chamanes clandestinos latinoamericanos, Los Espíritus se despiden con “Mares” -dejando claro que, a su modo de ver las cosas, todos estaríamos mejor si miráramos en los ojos de sus mares- y con “Noches de Verano”, canción que presagia el mundo externo que nos espera fuera de Motolinía 33, con calles, por cierto, atiborradas de cumbia, salsa y reggaetón. Ahora, estamos listos para transmitir La Palabra: “tienes que ver a Los Espirítus”.

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