Fotos: Martín Vargas
La vida nocturna de la Ciudad de México, antes Distrito Federal, es curiosa. En pleno Centro Histórico, una calle como Motolinia se vuelve un oscuro pasaje al caer la noche. Lejos está de la agitada rutina de la mañana y la tarde: entonces se encuentra abarrotada de volanteros que ofrecen servicios de óptica («lentes en quince minutos, ¿qué buscas?, tenemos armazones, micas, repuestos, puedes preguntar, eh; sin compromisos»); o bien, de personas con bata blanca que tratan de convencer al transeúnte de comprar artículos para la ortopedia o lo relacionado con la quiropráctica.
Ahora la calle está abandonada, únicamente las luces de la calle se encargan de darle algo de vida a este desierto oscuro. Pero esto cambia apenas una calle después. Más cerca de Madero la vida es distinta. De repente hay más luz, más de la vida cosmopolita que siempre ha caracterizado a la Ciudad de México. Parece, de repente, haber cambiado todo: la realidad, el asfalto, la cantidad de gente que viene y va. En la esquina de 5 de Mayo y Motolinia se encuentra una pequeña puerta coronada por un nombre: el Zinco Jazz Club.
Este edificio antes le pertenecía al ya extinto Banco Mexicano (no confundir con Banco de México, cuyo edificio se encuentra a escasas calles, en Eje Central Lázaro Cárdenas). Ahora alberga a este espacio acogedor dedicado al jazz: la atmósfera reinante le hace honor a aquellos clubes donde el género musical era escuchado en Estados Unidos en las primeras décadas del siglo pasado.
El jazz no le pertenece a las grandes masas, a no ser por los festivales que se realizan cada vez con mayor frecuencia en distintas partes del mundo, este género musical seguiría —como ahora, aquí— en el resguardo de las sombras y de la intimidad. Esto no es malo: es parte de la experiencia. Solo en este lugar puede uno pedir una cerveza o una copa de vino tinto y sentirse bohemio. Pero, querida lectora, querido lector, ve acompañado: la vida bohemia difícilmente se disfruta en soledad.
El tiempo pasaba lánguido y sin prisa. El lugar, no muy grande, se llenó poco a poco. Esto hacía convivir más a fuerza que por conveniencia, con todos los ahí reunidos. Al final la comodidad se puede encontrar casi en cualquier rincón. Y además, la situación lo ameritaba bien: Dannah Garay, una de las exponentes del jazz femenino en México se presentaría aquella noche, en aquel escenario, para un homenaje a sir Paul McCartney.
Tal como lo hiciera con Nat King Cole, Dannah se apropiaría de los temas del afamado compositor inglés (que a finales de mes visitará nuestro país, por cierto) para llevarlos en su muy particular manera al jazz. Era inevitable asociar este homenaje con temas originales, como lo fue «Silly Love Songs», pero también temas que nacieron en la época de The Beatles, «Honey Pie» por ejemplo. Sin embargo, la expectativa iba incluso al álbum que McCartney lanzó en 2012, donde todos los temas eran clásicos de este género: Kisses on the Bottom.
Dannah Garay sonrisa radiante y elegancia femenina. Voz que no arriesga, no se aventura a un scatt probablemente porque esté más acostumbrada a una ejecución estudiada e impecable, como lo fue; intachable como el vestido negro que portaba. Ella mira siempre a un punto perdido entre la oscuridad tumultuosa, oscuridad abarrotada de labios que musitaban la letra de la canción y vuelve a sus partituras para no perderse en ningún momento, ¿qué secreto guardará su mirada?
Su voz se pierde lejos, afuera de esta intimidad. En las calles de la Ciudad de México donde todo será cacofónico e irreal; desmedido y ruidoso. Eso será mañana