Su vida ha sido motivo de debates, de libros enteros, de películas y ha servido como inspiración de varias generaciones. Su muerte ha creado teorías de la conspiración, que explican que fue asesinado por alguien de la CIA, o que en realidad Jim Morrison vive una vida apacible, lejos de la fama.
Una cosa es segura: Jim Morrison es un mito. El mito de la noche lluviosa. El mito del poeta perdido. El mito que perdura de generación en generación y se transmite como canción emblema; es el mito enterrado en una tumba en Père Lachaise, a la que miles de admiradores peregrinan cada año, a dejar el condón, el cigarro, el alcohol, o poner con tinta la frase: “Jim no ha muerto”.
Para todos aquellos milennials que nacimos décadas después del Rey Lagarto, en Jim Morrison converge “el misterio”. Nunca como hoy, Mr Mojo Risin ha estado tan cerca de la forma de pensar de una generación. Aunque sólo se recuerde cada aniversario luctuoso. Aunque no se platique de él en la mesa del trabajo godín. Aunque el mundo le siga reprochando su hedonismo, sus excesos y su sorpresiva inclusión en el «Club de los 27». ¿Cómo pensar la música de hoy sin esa psicodelia que es usada por la cumbia, la electrónica, y el rock en todas sus formas por igual?
En los sesentas, Jim Morrison, (líder de la legendaria banda The Doors), se convirtió en el símbolo de la juventud, de la muerte simbólica del padre a manos del hijo que se rebela ante la crueldad del mundo material; de la limpieza de la percepción para encontrar las cosas como son: infinitas. Cuando los hippies irrumpieron en el mundo, llevando Las Puertas de la Percepción (Aldous Huxley, 1954) bajo sus brazos, la sociedad no estaba lista para hablar de drogas, sexualidad libre, relaciones abiertas. El mundo seguía dormido, y solo una camada de jóvenes y artistas en el mundo se atrevían a intentar despertar del sueño. Ahora ha llovido. Acudimos al lento despertar de una nueva civilización. Aunque ciertas personas temerosas se nieguen a aceptar que dicho cambio es posible.
A más de 46 años de su muerte, su símbolo no solo permanece, se extiende y refuerza a través de una generación cada vez más decidida a cambiar las formas, romper los modelos tradicionales, y acceder a un misticismo, pero sin tanto exceso. Si los hippies abrieron las puertas, los millennials son los que al parecer hemos decidido cruzarlas. Ya no se necesitan las rastras, ni la vida en la comuna, para probar hongos alucinógenos, o para buscar una llevar una vida espiritual. Bastan unas horas de yoga, de meditaciones guiadas en líneas, o de un buen pasón de mota (y unos buenos audífonos) para acceder a otra realidad.
Si hoy, el Rey Camaleón viviera, sería un asiduo promotor no sólo de la legalización de la marihuana, sino de todos los psicotrópicos en general, en específico la mezcalina. Se sumaría a la moda holística del turismo recreativo con ayahuasca o peyote; se congratularía de ver tantos jóvenes prospectos aparecer, explorar, atreverse a comer el mundo, como él una vez lo hizo. Promovería el amor libre pero intenso –ese que consume en fuego– como el que experimentó, de manera autodestructiva y salvaje pero única con Pamela Courson (quién fallecería en 1974, por sobredosis, tres años después de la muerte de Jim, curiosamente o deliberadamente a los 27 años).
Defendería a través de su acción y su poesía, el yolo y la fiesta eterna, que es la actitud del siglo XXI que inspira a sacar lo mejor de cada día. A viajar sin descanso por el mundo, a disfrutar del momento único de la existencia desnuda. Hablaría pues, en su gira o en su presentación en festivales, y a sus 73 años, (como un eterno Mick Jagger) sobre las otras realidades, y sobre lo limitada que es la percepción que tenemos de la nuestra, es decir como un predicador postmoderno e invitaría con su voz a atravesar al otro lado.
Jim no ha muerto. No vive en una isla en el Pacífico como gente especula, ni tampoco regresó a su planeta. Su materia orgánica se ha transformado, así como su nombre y vida se han convertido en un símbolo. Uno se transforma en símbolo a través del arte, y lo trasciende todo, la vida, la muerte, hasta uno mismo. Sus discos, sus poemas son su legado que perdura. Como muchos artistas y escritores que compartieron la idea, casi platónica, de la trascendencia, logró volverse parte de la cultura, al grado que fue su súbita muerte (un sábado tres de julio de 1973 en París) lo que lo convirtió en leyenda.