De abrazos que no lo son, pero sí

Imagen destacada: Facebook Oficial Beatriz Gutiérrez Müller

 

Desde que tengo uso de memoria, que no de razón, para mí la época de fin de año comenzaba en septiembre. El 15, para ser exactos. Esa sensación de que las fiestas, cuando era niño, y las borracheras, cuando crecí en cintura que no en madurez, serían ya constantes desde el “¡Viva México!” hasta el “¡Llegaron los reyes!”. Siempre he sabido que eventualmente mis fines de año de cuatro meses acabarían coincidiendo con mi fin de vida, pero nunca, ni en mi más loca fantasía de borrachera o de verdes menesteres, me llegué a imaginar vivir uno como este.

De por sí la falta de oxígeno al nacer, y el hábito etílico me dificulta muchísimo la abstracción, pero esta realidad abyecta y patente es tan kafkiana, tan rocambolesca, tan parecida a un cuadro de El Bosco, que ni siquiera me ha permitido hacer mucha gala de la estúpida costumbre de hablar más de lo que pienso. Ya habrá tiempo de intentar un balbuceo, pero de momento, se fue septiembre y no hubo ni fiesta, ni celebración, ni grito en sábanas, pero sobre todo, inédito, ni grito en el Zócalo.

Estoy seguro de que ni al anciano mismo, en sus más febriles sueños de presidencia, se le hubiera ocurrido vivir algo así. Pobre we.  Lo imagino anhelando dar los seis gritos que le tocarían, y ensayando cada uno. Y tanto que le gusta gritar por todo, y caray, esta vez, no poder gritarle a nadie. De verdad ver eso me llevó a las lágrimas, no por él, sino porque fue la clara muestra, la perfecta fotografía de la realidad contemporánea, a saber: todo deseo de que las cosas fueran distintas, pero la vida poniendo sus condiciones irrenunciables.

Y pues ya me había secado las lágrimas por mí, por mi país amado, por la vida misma, cuando leí una opinión de esos que escriben nada más porque tienen dedos (como yo), ya a tantos días de distancia del 15, sobre la Primera Dama, Beatriz Gutiérrez Müller, y sobre su vestimenta. Y bueno, de por sí es imbécil hablar sobre la vestimenta de alguien, más me lo parece cuando ya pasaron quince días de ello, pero entonces, reparé en una fotografía que me hizo muchísimo daño y también muchísimo bien.

¿Ven la foto, lectoralectorqueridos? Sí, ya sé, hoy en día, hablar del Presidente se ha vuelto una costumbre más incrustada que echarle limón a cualquier cosa comestible o no comestible, pero traten de olvidar que es el anciano. El que la foto esté de espaldas ayuda.  ¿Qué es lo que queda entonces?

Lo que queda entonces es un we, un mexa, bueno o malo, chido o culero, pero uno al que tampoco le están saliendo las cosas como quisiera. Pero ni siquiera eso es lo que me movió. Miren la mano. No es un abrazo, no es una posición institucional. Es un gesto de esos descuidados, sin pensar, y por ende, los más sinceros y sentidos porque derivan de la cotidianeidad espontánea, de la costumbre pero de esas bonitas.

Y es que se pueden decir muchísimas cosas del anciano, pero carajo, qué belleza, qué maravilla debe ser que alguien piense que eres el mejor aunque muchos, a veces hasta millones, no te bajen de pendejo.  Que esté ahí, no necesariamente porque tenga que estar, sino porque eso y lo que sea, no se lo perdería por nada.

Insisto, se pueden decir muchísimas cosas sobre el anciano, pero qué maravilla sentir y saber que muchas (y muchos) pueden morirse por Brad Pitt, o por el galán de moda, pero que hay quien se muere por ti, por un Andrés Manuel cualquiera, y que estaba ahí cuando no había nada, y está ahora que hay algo, pero precisamente por eso, porque es cuando más se necesita. Porque cuando hay poco, también hay poco que cuidar. Alguien que dice “aquí estoy”, que dice “aquí estuve”, y que ambas dan la certeza de un “aquí estaré”.

Ver a una mujer cualquiera, aunque en este caso se llame Beatriz, jalando del brazo a un we cualquiera, aunque en este caso se llame Andrés, como una adolescente diciendo: “mira una paloma”, aunque en este caso esa paloma era quizá un avión del ejército, me parece la perfecta imagen de lo que más necesitamos hoy en día: amor bonito, amor verdadero.

Y es que siempre nos han tenido bien malacostumbradotes. Por lo menos del arreglo, que no de la mano de los tres últimos imbéciles, cuando no era una seudoexperta en negocios (pero para sus hijos) horrenda por dentro y por fuera, era una de lo más insulsa y falta de carácter que no sabía ni hablar y tan mocha que seguro es de las que se persignaron antes de concebir a sus hijos, y luego, una en teoría actriz profesional, pero tan profesional que no se le creía la más mínima sonrisa.

Vuelvo a mirar la foto y ese mínimo gesto se me hace enorme porque eso no se puede fingir. Eso no es un abrazo, pero tampoco es una pose. De hecho no sé qué sea, pero me gusta pensar que es un mexicano con una compañera a su lado diciendo con ese roce: “Aquí estoy”. O mejor aún: “Mira dónde estamos, bebé”. Y en esta época tan difícil, tan parecida a haber salido de la mente de Lovecraft, o del ojo de Tarantino, les deseo a ustedes, lectoralectorqueridos, que nunca les falte ese abrazo que no es abrazo, pero que es todo. Que siempre tengan a su lado a alguien que piense que son los mejores, aunque el mundo entero no los baje de pendejos.

Saldremos de esto, claro que sí.

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