Fotografías: Sharon Ponce
Hace más de tres décadas, un grupo de chavos salían a divertirse. Si se dicen muchos años es porque lo son. Eran los ochenta y la música disco invadía el mundo. Más allá de los Bee Gees, destaca un nombre muy conocido, el de un santo patrón urbano.
Para los que no lo sepan pero lo conocen y hasta han ido, Patrick Miller no es sólo el nombre de un famoso antro en la calle de Mérida 17, de la colonia Roma, sino que es el nombre que empezó una masificación electrónica y que llevó la música para bailar a todas partes.
36 años después, la música disco no ha muerto ni tampoco los pases de baile. La presentación de Patrick Miller el pasado sábado 10 de agosto fue la muestra clara de eso. El Pepsi Center fue el punto de reunión para una generación que pasó su juventud en lo que antes llamaban discotecas y hoy se conocen como antros o clubes nocturnos. La gran mayoría de los asistentes, que pasaban de los cincuenta, reivindicaron la música disco, y el movimiento high energy.
Los patricios y patricias de hoy son los padres, las tías, los jefes godinez, que visten lentes de oficinistas, con la camisa fajada y los vestidos que ya no les entran. Pero en aquel entonces, eran los amos de la noche, los antiguos dueños de la pista de baile, y probablemente, algunos, también fueron servidores del exceso. Son los chavorucos, más rucos que chavos en apariencia física, pero más chavos que rucos en energía y espíritu.
De ellos hemos heredado la noche y el techno los millenialls y los centenials, así como de artistas como Roberto Devesa, alias Patrick Miller, heredamos la inmensa ola de música dance y electrónica de nuestros días.
Aunque había muchos fans visuales pegados a la barda, en sus propios viajes con la música de Lime (Dj abridor) y luego de Miller, a la inmensa mayoría no le importaba lo que pasaba arriba sino abajo, donde estaba la acción. Pronto, en punto de las nueve, aparecieron los primeros patricios bailadores a cargo del crew de cabina de Patrick Miller, Wally, Katana, Morvan, Leefog y Diablo. A su alrededor se juntaban los demás asistentes, interesados en seguir los pasos con su vista.
Ese fue el primer círculo que se creó, hasta que apareció otro. Esta vez, alrededor de una pareja, que compensaban técnica y encanto, con la pasión y el sudor. Como en un acto de ósmosis, diez o más bolitas (o células, como prefieran) aparecieron a lo largo y ancho del Pepsi Center, hasta que de pronto, se volvió difícil caminar entre tantos círculos agrupados. Y es que esa es la dinámica, la magia y el secreto de todo lo que constituye el ritual Patrick Miller (hasta playeras se venden, pues). La cosa es divertirse con el baile, ya sea atreviéndote a echarte unos pasos en la bola o simplemente de mirón.
Parece obsoleto, pero, en tiempos donde la electrónica de masas nos ha llevado hacia el baile individual, los Patricios nos presentan una propuesta de baile compartido en donde la mayoría se conocen. Muchos llevan a sus hijos. Todo es muy familiar, hasta saludable sino fuera por las cervezas que beben y beben como si estuvieran en sus primeros veintes.
Fue como una experiencia en un club clandestino con sus reglas secretas, como aquella donde empiezan a juntar pilas de ropa en medio de los bailarines. Es al fin, diversión sin poses, y sin etiquetas donde lo único que importa es ponerse a bailar sin sobrinos incómodos que les griten, ¡ya siéntense señores!