Dios te salve, abuelita…

Imagen destacada: archivo del autor. 

… “llena eres de gracia”, remato siempre al saludarte. Y tú rematas siempre con un “no empieces, Edmundo, ya verás”. “Oh, Abuelita, es una poesía que te escribí y te la quiero recitar”, me defiendo. “Qué poesía ni qué ocho cuartos, vete a recitarle poesías a tu abuela”, me riñes señalándome con esa mano pequeñita y suave con la que lo mismo me regañas que me acaricias. El diálogo es igualito y perenne cada vez que vivo el milagro de que poses tus ojos en los míos, y como los diálogos de las películas de Pedro Infante que tanto amamos, no nos aburren ni tantito aunque nos los sepamos ya de memoria, y aunque te enojen a ti, y a mí me embelesen, porque sí, insisto, la mismísima virgen se queda corta a tu lado.

Desde que tengo uso de memoria, que no de razón, estás presente. Siempre. En cada paso y en cada momento. No hay una sola persona a la que yo haya amado que no le haya hablado de ti. No, corrijo, no hablado, más bien presumido, pletórico de orgullo, todo el milagro que eres. En toda regla hay una excepción, y aunque siempre me dijiste: “a quien quieras, díselo cada vez que puedas”, nunca me salió bien, me sigue fallando, pero tú eres esa excepción, porque a ti sí que te lo dije, y te lo digo sobre todo ahorita, que está llegando ese momento que temíamos desde que te salió la primer cuarteadura, tal cual obra de arte eres. No, corrijo otra vez. Tú no. temía yo, porque tú no le temes a nada pero yo, ya sabes, cobardote siempre, siempre el mismo párvulo asustado de todo, viendo cómo los grandes, a pesar de estar heridos, resuelven todo. Como tú que no hubo un sólo instante de tu vida que hayas dejado de luchar, de entregarte, de hacer palidecer al mismísimo Tule, porque das más sombra y más cobijo. Como tú que con esas manos pequeñitas y suaves construiste todo un paraíso, y sin necesidad de estar ahí, has pisado el mundo entero, has trabajado en cuatrocientas empresas, has vivido miles de aventuras porque en donde nos paremos, todos llevamos siempre una parte de ti. Porque se puede saber cuántos frutos dará un árbol, pero no se puede saber cuántos árboles darán esos frutos. Frutos podridos algunos como yo, ni modo, casi nada sale bien a la primera, pero nel, la mayoría frutos jugosos y fértiles que siguen dando más frutos y árboles que son sombra pero siempre desde tu sombra.

“En vida”, dice ese bonito poema de Rabatté. Hasta hoy no había entendido que sí es bonito, pero también terrible, demoledor, y aunque verte esta última vez fue bastante distinto a nuestros encuentros cotidianos, en vida, dijimos, y no me voy a esperar a, secándome de tantas lágrimas, escribirte cuando te hayas adelantado a donde todos vamos.

Estás cansada, y nadie se lo merece más que tú. Te me estás diluyendo, y es la vida, y me lo explicaste mil veces, pero quizá por eso es que no me gusta la vida. Quizá por eso es que me rehúso a la idea de un tal dios que te regale para quitarte después. Quizá por eso mi destino es funesto, porque ya tuve el privilegio de que fueras mi abuelita y pues no tengo derecho a pedir nada más. Quizá por eso entiendo cuando me dijiste que “no hay infierno, el infierno está aquí”, porque saber que la fiesta se está terminando, eso, carajo, eso es el puto infierno.

“Como una vela se va a ir apagando, poco a poco”, nos dijo el doctor. Respeto muchísimo a los doctores, pero es un pendejo, porque tú no eres una vela, sino una hoguera, un incendio abrasador, sólo que al parecer, hasta los incendios más formidables se apagan en algún momento.

Ah, eso sí. Ya sabes que yo nunca canto victoria, así es que mucho menos canto derrota aún, porque a pesar de llevar todas las vidas de todos nosotros a cuestas, todavía me volviste a explicar por qué todos nos apellidamos “Perez” por mandato del tal dios, y por qué los hombres tenemos barba en la cara y los changos tienen la cola pelona. Porque todavía me platicaste de la vecindad del 20, porque todavía me dijiste que ya me porte bien por favor, porque todavía tomaste mi mano y me dijiste “yo también te amo, hijito”.

No, no canto derrota, porque me dijiste: “¿te acuerdas? Todo eso lo vivimos, y nadie nos lo puede quitar”.

No canto derrota porque quizá te cuesta trabajo ya hablar, pero no es tanto problema, porque ya nos dijiste todo, todas las veces. Porque creo que sólo nos faltó escribir el libro que dijimos, pero el bolillito con crema y sal, el “chocomil” aunque ya tuviera yo bigote, el regaño y el abrazo, el conocer a tus amigas de la tabla gimnástica, el escucharte cuatro mil veces las cuatro mil vidas que viviste, la borrachera que sí nos pusimos una vez, las serenatas que ebrio y mal y con las mismas dos canciones, y todo lo que eres en mí, lo vivimos, y nadie me lo puede quitar, ni siquiera estas chingadas ganas de dar mi vida entera con tal de que te quedes otro poquito.

Y como todos nuestros diálogos, siempre iguales, pero nunca aburridos, ya sabes, perdóname por todo, pero esta vez, sobre todo, porque quizá una promesa sí te voy a romper: “No llores, hijito”, me dijiste, pero vimos suficientes veces “Los Tres García”, como para que no sepas que a la mejor abuelita de la historia del mundo, y que no es Sara García, claro que le corresponde siempre un Luis Antonio que se aferre a esas manos, pequeñitas y suaves, y que igual me regañan y me acarician.

“El cielo me dio un cariño sin merecerlo”, y “mirándole su carita yo miro a dios”. Y viva tu vida, mi cariñito que tengo aquí todavía, porque hasta en estos momentos, no te rindes.

Sí, ni modo, ya me conoces: dios te salve, abuelita, llena eres de gracia. Y vaya que nos has llenado de gracia a todos.

La vida sigue, me dices, pero es tan extraña, que ya es otra vida.

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